miércoles, 20 de octubre de 2010

Mujeres Maltratadas




- ¿Qué has visto a un fantasma o es que me escondes alguna cosa? – murmuró Lucas receloso por la actitud de su mujer -
- ¡Hola cariño! ¿Qué tal ha ido el trabajo? – dijo María con voz temblorosa tratando de ignorar el interrogante inicial de Lucas – Hoy has llegado un poco más temprano ¿no?
- ¿Acaso ya no me escuchas, quizás tu mente limitada no sabe responder a una simple pregunta? – inquirió Lucas mientras se acercaba a ella con mirada desafiante.
- Perdona no quería disgustarte – apremió María tratando de evitar lo inevitable.

Lucas se abalanzó hacia María y ante la inútil huida de ésta la agarró por sus lacios cabellos negros para abofetearla en la mejilla derecha. Del impulso de la bofetada María salió despedida hasta un sofá cayendo abatida en él con el albornoz abierto dejando entrever sus muslos, cosa que excitó a Lucas.

- ¿Con quién has pasado la noche ramera? Ahora sabrás lo que es un hombre de verdad – musitó Lucas al tiempo que se bajaba los grasientos pantalones de trabajo que directamente le estaban rozando la piel. Su masculinidad se hallaba erecta ante la excitación del momento.
- Déjame Lucas, ahora no me apetece y además no me gusta que me digas esas cosas. – suplicó temerosa María.

Lucas le propinó una nueva paliza que la dejó semiinconsciente sin apenas tiempo para enterarse de la eyaculación de su marido en su interior.


Así eran los momentos de intimidad en casa de los Gómez, intensos y duros, procurando el placer de uno de tantos eyaculadores precoces y obviando la hostilidad que rodeaba al acto.
María se había acostumbrado a esas vivencias por el bien de la familia; lloraba en silencio mientras se encontraba sola, aguantaba porque creía que todas las parejas tenían períodos difíciles, y, sobretodo pensaba que su inferior condición social de mujer no le otorgaba otros derechos que los de tener y cuidar una familia. Lucas era el cabeza de familia y ella tenía que tratar de equilibrar la armonía en el hogar.
¿Armonía? Se reía en sus adentros mientras susurraba esas palabras.

Todavía despojada de sus ropas y con Lucas dormido encima de ella, María recordó la petición de Doña Isabel, su señora, de preparar una comida especial para dar la bienvenida a su hija Elena quién tras años en el extranjero finalmente regresaba.

“María mañana vendrá Elena, mi hija, para pasar una temporada con nosotros, me gustaría que preparases un cocido de aquellos que te salen tan bien para que sienta el calor del hogar tras su separación”.- había dicho.

Al parecer, Elena se había divorciado recientemente de su marido con el que vivía desde hacia 12 años y había abandonado país y trabajo para regresar a su ciudad natal con sus padres y demás amigos. Desde que se casó marchó a Inglaterra, país origen de su marido y allí vivió hasta hoy.
María no la conocía pero sentía curiosidad por esa chica independiente que había elegido separarse sin ningún temor a seguir viviendo un engaño.
La consideraba inteligente por su valentía y, al compararse con ella, María se sentía simplemente una estúpida mujer casada y dependiente de un marido, con dos hijos de 12 y 8 años y quizás uno por venir, si así lo confirmaba el análisis de orina que le practicaron en la farmacia de Manolo el día anterior.

Llevaba casi 3 años trabajando en casa de los Hurtado y se sentía muy a gusto con ellos. Probablemente eso y sus niños eran los motivos que la mantenían viva.

Miró el reloj de encima de la cómoda y con gran destreza se liberó de los 90 kilos de Lucas y se puso en marcha. Se sentía algo indispuesta pero no había tiempo que perder. Se lavó sus partes íntimas y se vistió con uno de los vestidos que Doña Isabel le había regalado. Cada vez que Doña Isabel paseaba por el mercadillo llegaba a la casa con un vestido para María. La apreciaba como si fuera una hija y María sentía por ella, al mismo tiempo, el afecto de una hija a su madre, o eso creía ya que María era huérfana de padre y madre y se había criado en instituciones hasta que cumplió la mayoría de edad. Ese mismo año conoció a Lucas y se enamoró perdidamente de él. Se sentía protegida y querida, aunque esto último duro poco tiempo. Pero no quedaba más tiempo para recordar, debía darse prisa si quería tener listo el cocido para cuando Doña Isabel llegara del aeropuerto con su hija Elena.
Se maquilló con esmero para disimular la rojez aparecida por las bofetadas que Lucas le había propinado. Estaba acostumbrada a ocultar al vecindario las palizas recibidas, aunque a Doña Isabel nada podía pasársele.
“Cuando dejarás a Lucas, es cruel contigo y no te merece” solía decirle a menudo, a lo que María respondía “No se preocupe, seguro que no volverá a pasar, en el fondo sé que me quiere aunque tiene un poco de mal carácter, como todos los hombres” y cambiaba de tema ante la mirada dubitativa de Doña Isabel.
Comprobó que la comida estuviera a punto para cuando Lucas despertara y cerró la puerta con sigilo para salir apresuradamente en dirección a la calle Padilla donde vivían los Sres. Hurtado, Don Álvaro y Doña Isabel, sus patrones.
En casa de los Hurtado, María se sentía feliz porque a pesar de ser su criada la trataban con cariño y respeto. Cada día entraba sobre las 9:30 horas y salía a las 17:30 a tiempo de recoger a los niños a la llegada del autocar. Desde la parada donde descendían paseaban los tres juntos felices hasta la llegada a casa. Durante ese paseo María disfrutaba escuchando las peripecias de sus queridos Ana y Marcos. Ese rato y la estancia en casa de los Hurtado eran lo mejor que le había proporcionado la vida.

A sus recién cumplidos 31 años parecía haber recorrido una larga vida por lo agotada que se sentía. Conoció a Lucas con 18 y se quedó embarazada de Marcos enseguida así que se tuvieron que casar a toda prisa al año de conocerse. Se había enamorado de Lucas locamente quizás porque no había conocido otro hombre pero ahora, a sus 31 años y tras 12 de casados, dudaba por primera vez si había hecho bien. Siempre se había mostrado conforme con lo que la vida le había aportado pero llevaba una temporada soñando despierta demasiadas veces en una vida distinta, sin riñas, sin miserias y sin desengaños. Suerte tenía de sus amados hijos, aquellos por los que ella daría la vida pero ahora... ahora llevaba en su interior otro pequeño ser, un bebé no deseado por el padre que traería más problemas dentro de la desestructurada dinámica familiar en que vivían.

Absorta en sus problemas llegó a casa de los Hurtado con tiempo para arreglar la casa antes de que llegaran Isabel y Elena.
En el salón-comedor había una vitrina repleta de fotos de esta última, desde su infancia hasta escasos meses atrás. No era excesivamente guapa pero su rostro tenía una gran fuerza con unos profundos ojos verdes y una hermosa cabellera pelirroja. Tenía 37 años aunque nadie le hubiera echado más de 35. Si la comparaba con ella los seis años de diferencia apenas se percibían.

El rostro de María reflejaba la amargura y el cansancio de los años de infelicidad vividos y el de Elena la esperanza de un nuevo camino por seguir.

El timbre del teléfono la despertó nuevamente de sus pensamientos.

- ¡Buenos días María! ¿Qué tal va todo por casa? – preguntó doña Isabel.
- Muy bien, doña Isabel – interpuso María – ahora mismo iba a preparar el cocido. ¿Ya ha llegado su hija?
- No querida, su vuelo llega con retraso – contesto doña Isabel – así es que cuentas con una hora más. Si todo marcha sobre lo previsto estaremos en casa aproximadamente a las 13:30 horas.
- Tranquila, doña Isabel que todo estará listo a esa hora. ¿Qué le digo al señor Álvaro cuando llame? – preguntó María.
- Recuérdale que traiga un poco de repostería de la pastelería de doña Encarna. - contestó Isabel.
- Muy bien, así lo haré. – respondió educadamente María.

Se adentró en la cocina y puso en cocción todos los ingredientes a fuego lento. Limpió las habitaciones y preparó con esmero la de Elena para que se sintiera a gusto y reconfortada nuevamente en su hogar.

¡Cuánto hubiera deseado María haber sentido el afecto de unos padres que la cuidaran y la hubieran protegido en los momentos difíciles!

Quizás por esa carencia, María se comportaba con dulzura y cariño hacia sus hijos, y los momentos diarios que pasaban los tres solos los recubría de gran afectividad.
Esperaba que de mayores al recordar su niñez se sintieran felices eclipsando con dicha felicidad el temor diario hacia su progenitor.
Marcos y Ana se habían vuelto tímidos e introvertidos cuando se encontraban frente a su padre. En Marcos podía adivinarse cierto odio por el sufrimiento perpetuado a su madre, la cual parecía languidecer día tras día. Ana todavía eclipsada por un desengañoso Edipo, ocultaba tras su sumisa mirada su amor por su padre, aunque a menudo él la rechazaba burlándose de su timidez.
“¿Qué pasa niña tonta, no sabes responder cuando se te pregunta?” le decía Lucas y se reía de una Ana avergonzada y sonrojada.

“La gran virtud de Lucas, la insensibilidad, característica a la que yo ya me había acostumbrado – se decía a sí misma María - pero que no dejaba de sorprenderme cuando la utilizaba con ellos, nuestros hijos.”


Continuará…

1 comentario:

Anónimo dijo...

los hombres sin unos cobardes q solo pueden meterle la mano a una mujer pero no se meten con los de su sexo q mueran lo hombre