jueves, 23 de abril de 2009

Un día en la vida de María



Los rayos de sol alumbraban la estancia a través de la pequeña y descolorida ventana. María estaba sentada en la cocina con una taza de café y un cigarrillo; reflexionaba en qué se había convertido su vida. Marcos y Ana, sus hijos, estaban de colonias y esa misma tarde regresaban. Lucas, su marido, todavía no había vuelto del turno de noche en la fábrica de metales. Por suerte, hoy los chicos no asistirían a otra de las habituales peleas y no llorarían en silencio por el sufrimiento de mamá.

Día tras día Lucas llegaba a casa malhumorado, cansado y la tomaba con María. Ella trataba de no hacerlo enfadar y no proferir queja alguna, que pudiera hacer estallar la bronca entre ellos, pero, hiciera lo que hiciera, Lucas buscaba siempre la manera de justificar su agresividad y en consecuencia sus golpes. Cualquier minucia como una mota de polvo apreciada o una zapatilla fuera de su sitio era motivo suficiente para atestarle el primer golpe, y, tras éste venía la paliza, paliza a la que María ya se había acostumbrado.

Ese comportamiento de Lucas se daba prácticamente desde el principio de su unión aunque ella siempre creía que ocurría porque él era extremadamente celoso. De hecho, en los primeros años de matrimonio ya se producían episodios de violencia doméstica. Si, por ejemplo, cuando Lucas llegaba a casa encontraba a María en la escalera conversando con algún vecino varón, lo primero que hacía al entrar en casa (no antes porque sabía guardar discreción) era abofetearla por desvergonzada. A ella eso no le ofendía, al contrario, creía que así debía comportarse un hombre que amara a una mujer. Pero el paso de los años y el estancamiento laboral habían acusado esos encuentros haciéndolos cada vez más intensos y violentos.

Lo que en un principio podían considerarse bofetadas que pocos moratones dejaban, en la actualidad María sufría peleas casi a diario de las que salía fuertemente magullada.

Ella justificaba la actitud de Lucas diciendo que así era su hombre, con carácter, y porque tras la pelea, tarde o temprano, recibía alguna muestra de cariño, por pequeña que fuera.

La verdad es que nunca había sido excesivamente cariñoso, inclusive su aspecto duro y distante no parecían demasiado apropiados para ofrecer muestras de amor, pero María conservaba aún algún que otro buen recuerdo de los 3 primeros años de unión. Lo conoció en un baile al que asistió con una amiga un domingo del mes de abril. Lucas se le acercó para pedirle que bailara con ella y desde ese momento ya no dejaron de verse. Llevaba un traje gris algo gastado por el paso del tiempo pero que le resaltaba sus rasgados ojos negros. Su pelo, peinado hacia atrás, acumulaba bastante gomina para disimular sus afianzados rizos de color castaño.

Le pareció apuesto desde el mismo instante en que le vio a pesar de los consejos de su amiga indicándole la fama de mujeriego que tenía. Consuelo ya había sido víctima de esos penetrantes ojos negros y sentía recelo de que María obtuviera la misma fortuna.

Bailaron hasta bien entrada la noche y al acompañarla a la pensión donde vivía, la besó ardientemente en los labios. María se sintió frágil a la vez que poseída por la fortaleza de ese hombre que le había arrancado su primer beso.

Fuertemente atraída por él volvió a citarse la siguiente tarde a la salida de la fábrica de telares en la que trabajaba. Lucas plantado en la puerta la esperaba vestido con una cazadora de cuero negra y unos pantalones blancos de pinzas. Realmente parecía un completo gigoló pero a pesar de ello y de los comentarios o referencias que tenía, María quedó perdidamente enamorada de él. En este segundo encuentro Lucas la rozó con un beso en la mejilla y la cogió fuertemente de la mano para así juntos caminar hasta un local donde todo el mundo parecía conocerlo. Tomaron un refresco y charlaron.

María recordaba vagamente ese día puesto que ocurrieron cosas algo contradictorias. Aunque ahora que lo pensaba:

“En ese mismo local hubo un incidente con el chico que nos trajo las bebidas. Al acercarse a mí me susurró al oído que tuviera cuidado con mi acompañante, que ya era la tercera o cuarta mujer a la que invitaba y, todas, tras esa cita, huían de su lado como si miedo le tuvieran.

La verdad es que lo comentó de forma simpática y para nada grosera, pero Lucas no se lo tomó así, se levantó y lo cercó hacia una esquina donde lo amenazó discretamente para no dar la nota en el lugar, pero con una intensa ira en su mirada. Tras ello se acercó nuevamente a mí y me tomó la mano para así irnos del local al que acusó de poco elegante para una “damisela como tú”; sí, esas fueron exactamente las palabras.
Tras ese incidente no volvimos a pisar el lugar, bueno al menos juntos, porque al cabo de poco menos de una semana acudí con una amiga porque sentía interés en conocer la verdad de esas palabras pronunciadas por el camarero. No estaba allí, pregunté por él y me dijeron que estaba enfermo. Nunca más lo volví a ver.”

Ahora pienso que quizás esa misma noche, una vez me hubo dejado en la pensión donde me hospedaba, regresó y terminó aquello que mi presencia importunó.

Lo cierto es que los hechos siguientes fueron tan maravillosos que en poco menos de un año nos casamos.

Realmente Lucas se había vuelto más agrio y grosero desde el nacimiento de Ana, la hija pequeña, y el cierre de la fábrica en la que estaba. El dinero siempre faltaba en casa y, probablemente pensaría que justo se había quedado sin empleo en el peor de los momentos, con una boca más por alimentar.

Esa época, recordaba María, fue la más dura de su relación. Lucas se tiró mucho a la bebida y regresaba a menudo borracho despertando a la pequeña con sus gritos y palizas. Marcos, el mayor, se tapaba los oídos con sus manitas y se sentaba en el suelo en un rincón de su habitación. Lucas jamás le puso la mano encima, ni a él ni a Ana, sólo tenía coraje para golpearme a mí.

Por suerte esa fatídica época no duró demasiado y el paso del tiempo la ha suavizado en el recuerdo.

Lucas pronto encontró un nuevo trabajo y aunque el salario no era suficiente y tenía que echar horas en un pequeño taller para complementar el sueldo, lo cual le predisponía al malhumor, el abuso de alcohol se había moderado y ello facilitaba la convivencia.

La verdad es que la relación entre la pareja estaba cada vez más deteriorada. Los ánimos estaban siempre caldeados y María tenía bastante facilidad para embarazarse lo que provocaba mayor tensión en la relación.

Los tres abortos provocados le taponaron su fertilidad relajando los problemas de nuevos embarazos por un tiempo. Lucas era un hombre potente y con muchas necesidades y María tenía que estar siempre a punto para satisfacerle. El placer de ella nunca contó ni tampoco le importó al hombre cómo se lo hacía María para evitar un embarazo. Mientras los niños fueron pequeños ella tuvo que cuidar de ellos y de la casa y fue Lucas quien trabajaba para mantenerlos.

El estrés por la cantidad de horas trabajadas y la rutina a la que se vio inmerso agravarían su agresividad.

Mientras se encontraba inmersa en sus reflexiones, la puerta se abrió y un ojeroso y sucio Lucas apareció. María se levantó sobresaltada de la silla en la que se hallaba porque sabía que se avecinaba la tormenta.

–¿Qué has visto a un fantasma o es que me escondes alguna cosa? –Murmuró Lucas receloso por la actitud de su mujer.
–¡Hola cariño! ¿Qué tal ha ido el trabajo? –Dijo María con voz temblorosa tratando de ignorar el interrogante inicial de Lucas.
–Hoy has llegado un poco más temprano ¿no?
– ¿Acaso ya no me escuchas, quizás tu mente limitada no sabe responder a una simple pregunta? –Inquirió Lucas mientras se acercaba a ella con mirada desafiante.
–Perdona no quería disgustarte. –Apremió María tratando de evitar lo inevitable.

Lucas se abalanzó hacia María y ante la inútil huida de ésta la agarró por sus lacios cabellos negros para abofetearla en la mejilla derecha. Del impulso de la bofetada María salió despedida hasta un sofá cayendo abatida en él con el albornoz abierto dejando entrever sus muslos, cosa que excitó a Lucas.

–¿Con quién has pasado la noche ramera? Ahora sabrás lo que es un hombre de verdad –Musitó Lucas al tiempo que se bajaba los grasientos pantalones de trabajo que directamente le estaban rozando la piel. Su masculinidad se hallaba erecta ante la excitación del momento.
–Déjame Lucas, ahora no me apetece y además no me gusta que me digas esas cosas. –Suplicó temerosa María.

Lucas le propinó una nueva paliza que la dejó semiinconsciente sin apenas tiempo para enterarse de la eyaculación de su marido en su interior.


Así eran los momentos de intimidad en casa de los Gómez, intensos y duros, procurando el placer de uno de tantos eyaculadores precoces y obviando la hostilidad que rodeaba al acto.

María se había acostumbrado a esas vivencias por el bien de la familia. Lloraba en silencio mientras se encontraba sola, aguantaba porque creía que todas las parejas tenían períodos difíciles, y, sobretodo pensaba que su inferior condición social de mujer no le otorgaba otros derechos que los de tener y cuidar una familia. Lucas era el cabeza de familia y ella tenía que tratar de equilibrar la armonía en el hogar.

¿Armonía? Se reía en sus adentros mientras susurraba esas palabras.

martes, 21 de abril de 2009

Divagando en el día de hoy




Supongo que hay días en los que una deja de sentirse la princesa del cuento...

Hoy me siento extraña, nada especial aconteció pero me invade el alma una intensa emoción que no puedo describir pero que reconozco como mía. Quizás siento el vacío que habita en mi esencia.

Es como si algunos acontecimientos a mi alrededor me estuvieran dañando más de lo necesario.

Ayer recibí una noticia que aunque no me afecta directamente me hace sentir responsable y frustrada. Tiene que ver con mi trabajo, el que desarrollaba hasta hace poco y con las recaídas, tan desgraciadamente frecuentes en el proceso adictivo.

"Éste también no", pensé, "porque les es tan difícil salirse?" pregunté en silencio y entonces me acordé de Xevi, aquel chaval que tratamos de ayudar... ¿recuerdas? proporcionándole lo imprescindible para que se sintiera satisfecho de si mismo y... lamentablemente no lo consiguió.

Imaginé todas las circunstancias que le deparó la vida, una que ya desde su frágil juventud se había mostrado rabiosa con él.

Tras mucha andadura por los bajos fondos, logró todo aquello que parecía desear: libertad, autoestima y poder de elección, pero sin motivo aparente, se acobardó y no creyéndose merecedor de esa recompensa tiró por la borda aquellos anhelados sueños.

¡Cuantos escondites alojan a esa amante misteriosa que en acto de traición muestra la vulnerabilidad de su víctima!

Pero eso fue ayer y hoy amaneció el día distinto...

Lo anoté en letras mayúsculas para no olvidarme. Hoy tenía que desplazarme a un pueblo cercano para realizar unas pruebas prácticas requeridas en el concurso-oposición al que presenté instancia una vez terminada mi relación laboral con esa entidad sin ánimo de lucro con la que tuvimos un desencuentro. La selección en cuanto a los méritos alegados se superó y ahora nuevamente tenía que evaluarse su aptitud.

El resultado, a mi entender, más que satisfactorio, bien es cierto que dependerá de quien lo corrija.

No existen respuestas únicas, nos planteaban un caso y había que usar la cabecita y el ingenio para desarrollar la manera de abordarlo psicológicamente de la forma menos perjudicial posible. Su evaluación, repito, está en manos del juicio subjetivo de quien vaya a valorarlo, así es que un sinfín de posibilidades pueden acontecer. De todos modos decido no preocuparme, no anticiparme a los hechos antes de que sucedan. La respuesta la primera semana de mayo, hasta entonces...período superado.

El día soleado, la mañana curiosamente atractiva y relajada y para terminar con buen sabor de boca, mi acostumbrada sesión de sol en un entorno único, el jardín de aquella casa que un día ocupé y todavía conservo.

El brusco movimiento de un ave me ha sacado de mi ensoñación, ésta que siempre encuentro cuando comparto el tiempo con ese paraíso que habita mi jardín. Los pececillos del lago están en suspensión placentera, una ligera brisa mueve tenuemente las hojas de las plantas que rodean el estanque y ninguna voz humana rompe el hechizo que nos tiene a todos encantados.

Sólo la urraca levanta bruscamente el vuelo rozando casi mis cabellos para aposentarse en la verja desde donde, me diréis que estoy loca, me mira antes de perderse en el horizonte.

Es curioso como una vez salida de ese estado semi inconsciente tengo la sensación de ser observada sin serlo.

De nuevo, la princesa volvía a pertenecer a ese cuento...

domingo, 19 de abril de 2009

La necesidad de ser aprobados




Hay personas que tienden a medir sus logros a partir de lo que los demás consideren que han hecho. Es decir, su pensamiento sería del tipo “me considero un buen goleador porque las personas que suelen verme jugando al fútbol consideran que marco muchos goles” o bien “si los demás me ven estúpida quizás es porque lo soy”. Estas personas para llegar a quererse a sí mismas necesitan que el resto del colectivo humanidad les apruebe.

Así, la persona adicta a la aprobación medirá su autoestima en función de lo que los demás dicen o piensan de ella.

El problema estriba en que dichas personas sufren mucho porque no siempre agradamos a todos los que nos rodean y además, continuamente tienen que estar atentos al entorno y eso comporta una cantidad de estrés adicional a nuestra vida diaria.

La autoestima o el autoconcepto tiene que construirse a partir de criterios propios, en lugar de hacerlo a partir de los comentarios, opiniones, críticas y actitudes que otra gente mantiene hacia nosotros.

La persona que sufre esa dependencia hacia los demás para construir su propia autoimagen se comporta como si fuera un espejo sin imagen propia.

Se halla bajo las redes de un juego cuyas reglas son ilógicas. Fijaos, si lo que recibe es una alabanza entonces se siente bien e incluso piensa: “Sí, es verdad, realmente soy así”. En cambio si lo que recibe es una crítica entonces también la asume en vez de reaccionar y pensar que sólo tú te conoces bien a ti misma y que no debes dejarte influenciar por los comentarios de los demás. Esa persona ante la crítica piensa y siente en negativo porque no es capaz de sacar las propias armas internas de su autoconfianza para contrarrestar la negatividad producida por la crítica.

Su dependencia a la aprobación externa hace que sea muy vulnerable tanto al elogio como a la crítica.

No hay nada válido en sus actos a no ser que los otros así lo consideren.
Esta forma de vida tiene graves consecuencias psicológicas sobre el individuo ya que le hace estar en constante tensión teniendo fácil acceso a los estados depresivos.

Su emoción más básica es la preocupación, lo cual genera una fuerte ansiedad en sus vidas. Se preocupa por los demás, para caerles bien, para hacer aquello que pueda agradarles,... Pero es imposible agradar a todo el mundo, tarde o temprano tropezarás con aquella persona que no te soporta, con un desprecio y el problema es que en lugar de defenderte del mismo, tenderás a creértelo y eso provocará un sentimiento de tristeza por no ser como los otros esperan que seas.
Al mismo tiempo, el ser adictos a la aprobación de los demás nos provoca cierta tendencia a frustrarnos con rapidez.

¿Os habéis preguntado alguna vez cómo lo hacen aquellos que no son adictos a los demás para quedarse impunes cuando alguien los rechaza o critica?

Pues es fácil no dejan que ninguna opinión ajena les anule como personas. Si reciben un elogio evidentemente éste incidirá en el concepto que tengan de ellos mismos potenciándolo pero si es una crítica lo que reciben la aceptan o la ignoran pero sobre todo y eso es lo importante, no permiten que les afecte.

Si entiendes que tu opinión tienes que colocarla al menos un peldaño más alto que la de los demás con respecto a cosas que te afecten y que la base para construir tu autoestima la sacas a partir de ti mismo, podrás alejar el sufrimiento de tu ser.

Pensar que los demás tienen derecho a juzgarte es un equívoco. Nadie tiene derecho a hacerlo. Eres tu mismo el que te juzgas cuando aceptas los comentarios de la gente en tu persona.

La persona que necesita la aprobación de los demás cree erróneamente que si se equivoca, si una sola acción suya merece ser desaprobada entonces todo su ser, su valor como persona va a quedar manchado por esa falta.
Esta creencia es irracional. Si te critican una conducta sólo critican eso, sin poner en entredicho tu valor como ser humano que eres.


Es el pensamiento, no los acontecimientos, el causante de sus estados de ánimo.

Detrás de sentimientos negativos como la ansiedad, la depresión, la culpabilidad, la vergüenza o la ira siempre se esconde un pensamiento negativo. El pensamiento distorsionado y no el hecho objetivo es el causante de los estados anímicos dolorosos, de ahí que para acabar con las emociones negativas sea preciso corregir el pensamiento.

Cuando el pensamiento es racional, las emociones resultantes también lo son y, aunque a veces pueden resultar dolorosas, siguen siendo racionales, coherentes, no autodestructivas. En cambio, cuando aceptamos nuestros sentimientos como una condena, cuando les otorgamos un poder omnipotente sobre lo que somos y lo que hacemos, acabamos atrapados en un estilo cognitivo inoperante que instala el sentimiento de fracaso en nuestra vida cotidiana.

Nuestros pensamientos negativos se convierten en un hábito y nuestra familiaridad con ellos nos impide ver los errores implícitos , haciéndonos creer que son básicamente correctos. Confundimos la costumbre con la eficacia. En realidad, ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que no lo sean y, de esta manera caemos en las redes de un círculo vicioso asfixiante.

Una y otra vez, como si la experiencia perdiera su papel corrector, repetimos patrones de conducta que nos llevan indefectiblemente al fracaso o la insatisfacción, experimentamos de manera recurrente las mismas emociones autofrustrantes, y todo porque hemos automatizado un determinado número de pensamientos negativos que provocan una reacción emocional-conductual igualmente negativa.