jueves, 14 de mayo de 2009

La importancia de vivir



Un 30 de noviembre Juan ingresó en la sala de desintoxicación del Hospital del Mar de Barcelona. Eran las 10 de la mañana y puntualmente se hallaba en la puerta de acceso en espera de que procedieran a su registro, cosa habitual el primer día de ingreso. Media hora antes había consumido algo de heroína para despedirse. Ingresaba porque su relación con la droga era imposible de romper necesitando un entorno controlado donde llevar a cabo la desintoxicación.

María, la enfermera de guardia, le atendió sobre las 10.10 horas de la mañana. Pasaron a un despacho donde le hizo una serie de preguntas para rellenar el formulario de ingreso. Más tarde, pasaría visita con el médico y el psicólogo del hospital.

María fue quien le presentó al resto de los pacientes, aquellos que serían “su familia” en los próximos 15 días. Algunos llevaban unos días de ingreso, otros entraron ayer mismo y uno solo, Raúl, sería dado de alta al día siguiente por la mañana.

Esa era la rutina diaria de la sala de desintoxicación hospitalaria, ingresos y altas. Si se hubiera fotografiado a Raúl el día que ingresó y ahora se comparara con su aspecto actual uno pensaría que en esa sala se obraban milagros. El reflejo de un alma siniestramente absorbida había desaparecido.

Visité a Juan junto con el Dr. Pardo sobre las 12 de la mañana. La última toma ingerida todavía se hallaba presente obnulando su conciencia. Responder a las preguntas era sumamente difícil y dejamos esa primera entrevista sin completar.

Le comentamos que al día siguiente le harían una analítica completa para determinar algunos parámetros tan interesantes como el Virus de la Inmunodeficiencia adquirida. Por aquel entonces V.I.H. y heroína solían ir de la mano bastante a menudo.

Juan insistió en no querer saber el resultado pero le dijimos que tenía todo el derecho de saberlo y nosotros la obligación de comunicárselo.


Esa era la parte que más odiaba...

“Lo siento pero tienes los anticuerpos del Sida. No te preocupes, la ciencia avanza mucho y seguro que encuentran el tratamiento adecuado. No significa que vayas a morir, sólo ya tienes algo porque luchar, por lo que cuidarte, para alejarte definitivamente del mundo de la droga”.

Parecía un discurso aprendido que debía repetirse, una y otra vez. Lo peor de todo es que de alguna manera sentía que les engañaba porque la realidad es que desconocía su esperanza de vida, aunque así les profetizara. Lo único ciertamente válido es que esos resultados indicaban una gran verdad: estaban infectados, tocados por la muerte, ahora que trataban de rehacer su vida, ahora que por primera vez sí parecia importarles vivir.

La parte de la sala de desintoxicación era como un primer estadio en la trayectoria de una vida.
La última etapa yacía en la novena planta, en unas habitaciones con el indicativo “Entrar con mascarilla” en la puerta para proteger al paciente que las habitaba de contagio por gérmenes.
Esa planta albergaba únicamente pacientes terminales de SIDA. Día sí, día no, limpiaban a conciencia una habitación tras haber evacuado el cadáver del sufrido infectado.




En vida eran muertos pendientes de sacar su último aliento. Tras las puertas, rostros calavéricos, sollozando el silencio sin más deseo que terminar con esa vida sin vida.

Cuando subíamos a visitarlos la incógnita a resolver era conocer cuántos de aquellos enfermos visitados apenas dos días antes, seguían vivos. Algunos todavía no habían llegado a cumplir los 25 años y en esa corta estancia terrenal, siempre había estado presente su adicción, gozo que finalmente le llevaría a la tumba lentamente, lamento tras lamento, como si alguien disfrutara con sus eternos e incesables suspiros.

La vida es bella y saborearla albergando la esperanza de contruir un futuro feliz es el anhelo que equilibra al humano, pero cuando no hay la posibilidad cierta de un futuro, de un volar años hacia adelante con la imaginación ¿deseas vivir?

Todos sabemos que la vida acaba con la muerte pero no pensamos en ella, simplemente vivimos. Aquellos enfermos de SIDA piensan a diario en su limitada vida lo cual les hace imposible el disfrute del momento actual. Y pensar que la gran mayoría se infectaron por el uso de una jeringuilla compartida...


Los análisis de Juan dieron positivo en cuanto a presencia de anticuerpos del VIH. Su rostro al oír la noticia languideció y tras el silencio de la misma declaración, las palabras de Juan irrumpieron con profunda serenidad:

“Tardé años en cruzar la puerta de esta sala; nunca antes creía estar preparado para afrontar el reto de vivir una vida sin adicción. Ahora que lo he logrado, ella misma se ha cerrado. Ya no hay vuelta atrás y lo peor es vivir la agonía de la desesperanza. No más juegos, ahora la vida me ha dado la espalda.”

En aquel momento mis labios se entreabrieron dejando escapar unas palabras profundamente sentidas desde mi corazón:

“Juan, sé que en estos momentos de confusión, de desconcierto, vives tu futuro bajo una visión de túnel en la que sólo eres capaz de pensar en la adversidad. También sé que pensarás que para mí es muy fácil hablar, yo que sigo “limpia” difícilmente puedo ponerme en tu lugar, pero déjame decirte algo: Mi mejor amiga Sandra fue infectada hace un par de años al mantener relaciones sexuales con alguien que tenía el SIDA. Su primera reacción al conocer su “suerte” fue la misma que la tuya, odio y ofuscación. Cayó en una profunda depresión de la que salió con la única ayuda de sí misma y de un grupo de autoayuda al que acudió para superarlo...”

* * *

Todos tenemos el mismo destino final pero no pensamos continuamente en él porque si eso hiciéramos no disfrutaríamos del día a día.
Hay que aprender a amar la vida, cada nuevo día y sentir la riqueza de cada amanecer en los poros de nuestra piel. Si haces tuyo ese sentimiento no perderás el tiempo con memeces que sólo atan y paralizan.
La clave está en abrir tus sentidos al mundo y a las sensaciones que éste te ofrece.

Siente con amor la esencia de vida que enriquece tu interior.

miércoles, 13 de mayo de 2009

¿Somos codependientes?



¿Quién verdaderamente puede mantener una relación de años enteros con un enfermo sino otro enfermo?

Un adicto a sustancias obtiene el sentido de la vida a través del uso, al mismo tiempo que depende del Codependiente para mantener su estilo de vida. El codependiente a su vez depende del adicto para darle un sentido a su vida, él o ella, és la ayudadora incondicional y permanente; el codependiente es adicto al estado de la persona.

La persona codependiente es aquella que ha permitido que su vida se vea afectada por la conducta de otra y está obsesionada tratando de controlar esa conducta. El codependiente depende del adicto para obtener su seguridad psicológica.

Estas són algunas personas que pueden caer en la codependencia:

•La hija de una codependiente (conductas aprendidas)
•La joven que se convierte en madre de su hermanito
•Una madre y su relación con su hijo minusválido
•Una niña que sufre maltrato doméstico y/o abuso sexual
•Una madre sobreprotectora
•Una mujer víctima de degradaciones en su matrimonio.
•La esposa de un neurótico
•La hija de un alcóholico
•La madre de un adicto a sustancias.

En todos estos casos, la persona pierde la capacidad de pensar en sí misma. No gobierna su vida; sus sentimientos y pensamientos se hallan sujetos a la conducta de la otra persona.

Un codependiente dialoga con la vida a través de la realidad de otra persona, al mismo tiempo que construye para sí una imagen que contiene como ingredientes principales su ayuda y abnegación, haciéndolo en forma tan enfermiza que el resultado es un sufrimiento heroico, algo así como un martirio.



Su gratificación autoafirmativa proviene de los aplausos y la pena de los demás, sus procesos internos viscerales más comunes son el llanto y la rabia.

Entre un adicto a sustancias y el codependiente, la comunicación se realiza mediante los mecanismos de defensa, todo el lenguaje verbal y corporal es una lucha de posturas egocéntricas y autoafirmativas.


En una película que trata sobre la codependencia, el codependiente en su manipulación, le dice a su esposa adicta, que ya lleva un tiempo rehabilitándose, que ha cambiado mucho, que ya nada es como antes, a lo cual ella contesta:

“Probablemente aquello que nos atrajo uno del otro es precisamente la razón por la que no podemos estar juntos.”

lunes, 11 de mayo de 2009

El despertar de Carlos




Conocí a Carlos cuando yo pasaba visitas a la sala de Psiquiatría de un conocido hospital catalán junto con el psiquiatra encargado de mi master. En dicha sala se encontraban internados 10 pacientes de diferente diagnóstico psiquiátrico. La mayoría eran personas mayores salvo Carlos, un paciente con TOC (Trastorno obsesivo compulsivo) llamado Víctor que finalmente trasladamos de centro por falta de recursos propios y Mónica, una adolescente que le gustaba “comerse” todo lo que pillaba por delante (bolígrafos, termómetros, etc…) así es que había pasado por quirófano varias veces en sus múltiples tentativas de suicidio o autodestrucción.

Carlos me gustó desde el primer día por su delicado aire infantil y a la vez inocente. Tenía mi misma edad y parecía haber perdido toda ilusión que caracteriza nuestra etapa juvenil. Sus fascinantes ojos azules siempre anclados en un horizonte que carecía de objetivo donde fijarlos. Su cuerpo se sentía siempre cansado y, a pesar de las exigencias de su médico de que evitara el meterse en cama, siempre se encontraba acostado porque sufría de una apatía extrema.
Supongo que la suerte o casualidad provocaron que mi mentor delegara el caso de Carlos en mi persona mientras él se mantenía ocupado en otros quehaceres. Pudiendo ejercer libremente la labor terapéutica en un despacho provisto para la ocasión, di rienda suelta a mi trabajo psicológico.
Mi objetivo era doble: conseguir que sonriera y que paseara por las diferentes disposiciones del hospital.
Parecerán simples objetivos pero para Carlos era todo un logro conseguirlo y yo sabía que si lo lograba, eso supondría un avance en su enfermedad de manera que junto con la medicación imprescindible de todo esquizofrénico, pudiera empezar a contactar con el entorno y “sentir”.
Su enfermedad sería más llevadera tanto para él como para su familia si lográbamos ambos propósitos aunque para mantenerlo tuviéramos que estar “encima” continuamente.
Tenía unos padres que lo querían y se preocupaban mucho por él, así es que si en su internamiento avanzábamos algo, podrían ellos ocuparse de él en casa intentando que llevara medianamente lo que podemos llamar “vida normal” para un esquizofrénico.
Tras dos o tres visitas sin ninguno de los resultados deseados le pedí que me mirara con sus bonitos ojos y supongo que al sentirse turbado, sonrió. Fue algo apenas perceptible pero lo suficiente para sentirme satisfecha en mi propósito.
Luis, el doctor, apenas podía creerlo cuando transcurridas unas semanas volvió a visitarlo junto a mí. Habíamos conseguido relativamente poco para otros pero para nosotros eran verdaderos logros. El primero, su sonrisa que volvía a estar presente ante chistes, comentarios sarcásticos o simplemente muestra de afecto. El segundo, mantenerse de pie, sin acostarse o tumbarse, durante todo el día salvo la noche y la siesta de la tarde. Y finalmente, sus salidas hasta la entrada del hospital o hasta la planta 5ª.
Recuerdo que la primera vez salió conmigo y estuvo todo el paseo quejándose de todo tipo de dolores musculares, intentando volver varias veces. Los primeros días si lo encontraba acostado se justificaba porque había salido al pasillo durante cinco minutos y eso lo había agotado. A las enfermeras les tenía dicho que no admitieran su cansancio y si hacía falta lo levantaran a la fuerza. Una mañana fui yo quién le increpó una jarra de agua para sacarlo de la cama. Realmente no fue fácil pero conseguimos avances y conforme los fuimos alcanzando él se sentía mejor y a la vez más consciente de la aterradora realidad que giraba en torno a su enfermedad. Un mal que le haría de sombra toda su vida.
En su historia clínica ése fue su segundo brote importante tras la separación de su mujer por deseo de ella. Como respuesta él se derrumbó y tuvo que ser hospitalizado. Era uno de los antiguos, se había acostumbrado a la rutina del hospital. Yo lo liberé de alguna manera de esa “rutina” pero devolviéndole a la realidad se aferraba con fuerza a recuperar a su mujer que ya no lo amaba pero eso él no lo entendía. Si él estaba bien, no enfermo, ella seguiría con él.
La realidad era otra, me aclaró su madre, ella se había vuelto a casar e inclusive no quería que Carlos pudiera visitar los fines de semana alternos a su propio hijo, porque sí, Carlos tenía un hijo de 5 años que apenas conocía o había sabido tratar.
Cuando le pregunté sobre sus expectativas a Carlos se puso a llorar con la inocencia de un bebé. Me dijo que sólo quería tener a su lado a su mujer y a su hijo y merecer su cariño no su comprensión.
Me hablo del niño y me contó que se avergonzaba de sí mismo ante él, de su esquizofrenia con la que tendría que vivir para el resto de sus días.

La conciencia de la enfermedad invalidante le habían enterrado en un caparazón con todos sus recuerdos bien hundidos. No deseaba salir al mundo, a un mundo al que no podía servir con su esquizofrenia siempre tras sus talones. Porque uno nace, vive y muere, por así decirlo, siendo esquizofrénico o al menos, diferente... a los seres humanos ¿normales?