sábado, 28 de febrero de 2009

Lucha contra la adicción


Nuestro cuerpo es nuestro vestido para funcionar en este Universo y debemos cuidarlo, protegiéndolo de excesos que puedan disminuir su resistencia porque no disponemos de recambio y cuando el motor se pare se dará por terminado el paseo terrenal.

Si escuchamos a nuestro interior percibiremos rechazo a esos enmascaramientos producidos por las conductas adictivas, todas y cada una de ellas sólo aportan satisfacciones superficiales y momentáneas que muy bien podríamos prolongar si trabajáramos nuestro interior. El ser adicto muestra debilidad y cobardía, miedo a dejar sentir la propia expresión de nuestros sentimientos. Hay que aprender a liberarse de modo natural y sano, luchar contra los falsos envoltorios que bajo una apetitosa funda encierran un desgraciado desenlace.

La voluntad está en nosotros mismos, sólo hay que estar en paz con nuestro interior para utilizarla. El mundo real ya es atractivo no necesitamos disfrazarlo sea cual sea el entorno que nos haya tocado vivir porque ante todo tenemos el poder de elección que nos permite en todo momento seleccionar aquello que resulta saludable o provechoso de lo que supondría a la larga dolor. El problema es que demasiadas veces el ser humano no se atreve a utilizar dicho poder engañado por sus propias defensas.

El parado se queja de la falta de trabajo y de lo cruel que es el mundo pero no elige salir de su situación, lo mismo ocurre con la pobreza, los barrios marginales, las familias desestructuradas y un montón de situaciones críticas que nos toca a menudo vivir. No digo que siempre se pueda salir de todo pero hay un pensamiento que debe permanecer siempre presente en todos nosotros: si estamos atrapados en una situación conflictiva es porque algo tenemos que aprender de ella, así es que cambia el chip y busca lo positivo dentro de tanta amargura en vez de confabularte con adicciones que nublen tu negativa existencia porque la negatividad la creas tú y tus pensamientos, no el entorno que te haya tocado vivir.

Hay que eliminar de nuestro lenguaje mental todo lo que justifica la adicción; basta ya de ser y creernos sufridores a expensas de un entorno culpable que nos hace como somos! Basta ya de engañarnos, la realidad solo es una, nos convertimos en adictos porque no sabemos cómo amarnos, tememos explorar nuestro yo y la adicción es la herramienta más usada para hacerlo en nuestro lugar.

Cada uno de nosotros somos únicos y exclusivos responsables de nuestra conducta, dejemos ya de buscar culpables en el exterior y aprendamos a conocer nuestro interior. Elige amarte y disfrutarás de una vida libre de sombras que empañan el crecimiento.

martes, 24 de febrero de 2009

Un dia más



Un día más como cualquier otro tomo el tren para dirigirme al hospital; cientos y cientos de personas deambulan por los corredores el transporte adecuado que les acercará a sus lugares de trabajo.

Como siempre, el vagón está lleno y debo hacer el trayecto de pie. Me apoyo en la barra metálica mientras contemplo lo que hacen las personas que tengo frente a mi. Curiosamente todos tienen un ejemplar del periódico en sus manos. De repente suena una extraña música; es un móvil. Leo la portada del diario: “Una mujer ha muerto acuchillada por su ex - marido ante la mirada atónita de sus hijos de 4 y 7 años” Mi cuerpo se estremece como si fuera una noticia nunca antes vista pero la cruda realidad es que esos acontecimientos suceden día tras día. La violencia está en la vanguardia de nuestras vidas.

Tomo el enlace de metro y mientras subo por la escalerilla mecánica me doy cuenta que varios transeúntes han encendido un cigarrillo. Nadie respeta las reglas ni siquiera en bien a la salud. Paso como puedo entre la humareda y tomo finalmente mi último transporte. Gente apelotonada, olores desagradables, pero por suerte en menos de un minuto me planto en mi parada.

Mi excursión por fin me da una tregua. Salgo al exterior y respiro, aunque sea el humo de los coches y las motos que recorren la congestionada ciudad. El hombre creó el mundo y ahora lo está destruyendo, ¡qué paradoja!

Ando unos metros y llego al hospital. Un ascensor no funciona y la perspectiva de subir a pie los ocho pisos que me separan de mi destino no me atrae en absoluto. Una larga cola de gente de todas las edades espera que la puerta del otro ascensor se abra para subirse en él. Decido unirme a ellos, porque las cosas tienen que tomarse con calma.

Me encuentro en el interior del ascensor, se abre la puerta en cada piso y nadie entra pero algunos van saliendo. El edificio tiene 10 pisos. Me bajo en el octavo.

La sala sigue como el jueves anterior, el mismo característico olor, la misma oscuridad. Dos enfermeras están hablando en el despacho central de control. Las luces de la habitación 810 están parpadeando pero ellas siguen hablando. Quizás alguien tiene una urgencia, necesita una atención o simplemente se está muriendo. Nada merece la pena, es lunes por la mañana y tienen que contarse sus anécdotas del fin de semana. En definitiva, ser enfermera es solo un trabajo más, pasar las horas de tu turno y cobrar al final del mes. Poco importa quien habita en esas habitaciones, si entran hoy o salen mañana, si se sienten solos o simplemente tristes por su propia impotencia.

Recorro el pasillo por entero mientras mi mente vaga en esos pensamientos. La luz sigue parpadeando y me introduzco en mi destino, la habitación donde se halla ingresada mi abuela. En un primer momento no me reconoce pero en cuanto me acerco sonríe con cariño por mi compañía. Todavía sigue en la cama, aún no la han aseado y pasan de las 9:30 horas. Ha desayunado ella solita pero sigue tan o más deprimida que el pasado jueves.

Al rato entran dos enfermeras y me hacen salir de la habitación para poder limpiarla sin “mirones”. El orgullo de mi abuela ha desparecido. Ahora no puede casi valerse por sí misma pero sigue intentando sentirse persona. Una vez limpia siente que tiene necesidades y poco le gusta actuar como un bebé que se lo hace todo encima y mucho menos molestar a “las trabajadoras”. Usamos el caminador y agarrándose a mí alcanza el retrete. Sé que quiere intimidad y la dejo mientras la oigo lamentarse de no ser autosuficiente. Es el grito apagado de quien un día tuvo infancia, creció y ahora se siente envejecer perdiendo la dignidad del propio pudor.

Me siento útil y esa sensación agradable se transforma cuando me pongo en su propia piel y lloro en mis adentros porque sé que esa no es la mejor manera de vivir.
Trato de hacerla reír, de hacerle partícipe de mis cosas para que sienta que puedo valorar su opinión, que no es un saco de huesos que nada tiene ya que decir, porque ella no es solo historia sino mi abuela...

Un ser importante que tiene un lugar privilegiado en mi corazón.

lunes, 23 de febrero de 2009

Dependencia, o autodestrucción



Los seres humanos tenemos debilidad en “engancharnos” a cualquier cosa sentida como placentera. Así, fumamos, bebemos, comemos, hacemos el amor por nombrar las más experimentadas multitudinariamente. Me diréis que muchas de las consideradas adicciones son “puras necesidades fisiológicas” y estaré de acuerdo con ello, pero también, inclusive en esas necesidades, podemos encontrar algo de adicción. En todas las adicciones se pueden establecer mecanismos comunes, los sustratos neuroquímicos que se comparten. La gente se muestra adicta al éxito, al juego, al trabajo, al poder, al ejercicio físico y ni siquiera saben la magnitud de su enganche. Cuando mostramos una conducta adictiva mantenemos una preocupación intensiva y continua en ella, la repetimos con frecuencia a pesar de que a veces las consecuencias que la acompañan no son todo lo agradables que desearíamos y nos sentimos proclives al magnetismo ejercido por ella a pesar de los repetidos intentos por evitarla.

Desde que nacemos hasta que morimos pasamos nuestra vida dependiendo de unos o de otros, para que nos instruyan, alimenten o simplemente acompañen porque en definitiva, este ser que tanto promulgamos: “es independiente”, goza poco de ese derecho.

Parecemos volcados en una eterna inquietud que nos conduce a equilibrarnos mediante esos placeres que autoimponemos en nuestro inmediato entorno.
De pequeños nos volvemos adictos a “mamá” que con sus caricias y cuidado nos proporciona continuo bienestar, a su pecho, que nos alimenta confortablemente y a la seguridad familiar que nos proporciona un eterno “dejarnos ir”. Nos enseñan el camino de la autonomía para que el día de mañana nos hagamos “mayores” pero en realidad nunca somos del todo independientes porque uno u otro, o ellos o nosotros nos mantenemos aferrados al vínculo.

Los adultos que nos enseñan y por tanto representan muestras de lo que se puede hacer, nos vinculan continuamente con el comportamiento adictivo. Ellos fuman, toman alcohol, intercambian sexo con sus parejas o con otras, se suicidan por amor o se deprimen por haber dado a luz. Ellos, nuestros modelos de enseñanza y rigor son los primeros en volverse adictos, ¡qué paradoja!

El ser humano, continuamente infeliz, se muestra adicto a los sentimientos negativos que paralizan y reprimen: egoísmo, envidia, odio, rencor.
La insatisfacción le hace buscar alternativas a la conciencia real y por ello se droga, se atiborra de fármacos o se excede en el consumo de alcohol. No se permite sentir con sus propios sentidos, ni experimentar con sus propias sensaciones porque no ha podido aprender a hacerlo en un mundo compuesto por seres independientes que muestran frecuentemente conductas opuestas a nuestro rasgo principal, la independencia.

Me adentré en el mundo de la droga cuando decidí hacer prácticas en la Unidad de Desintoxicación Hospitalaria (U.D.H.) de un conocido hospital de nuestra catalana ciudad. Durante 2 años visité a diario a aquellos jóvenes que no habían sabido encontrar otras alternativas de vida a su poco saludable entorno. Para ellos la droga era parte de su mundo, una manera de escapar de la humillación, la pobreza o el desespero; una forma de lidiar con el entorno al igual que el bulímico o anoréxico. Así habían penetrado en las redes de una de las mayores adicciones de nuestro tiempo, las toxicomanías.

El primer contacto con las drogas suele ser en la adolescencia, etapa revolucionaria en donde se entremezclan con fuerza nuestras primeras crisis de identidad. Hemos dejado atrás la infancia y queremos absorber rápidamente todo lo que pertenezca al mundo adulto; y como ellos, nuestros mentores, están hechos unos completos adictos, la atracción hacia el mundo oculto de las drogas nos seduce con más fuerza. Es una manera de demostrar al mundo nuestra rebeldía y de convertirnos por fin en adultos, ¡qué inocentes e ignorantes!

Simplemente lo que hacemos es jugar con la muerte.