martes, 11 de mayo de 2010

El cuento del anillo y la princesa aburrida




Érase una vez una princesa que creía en los cuentos de hadas. Vivía en un palacete de cristal y a través de esos ventanales saboreaba el mundo, en la distancia para que nadie fuera a lastimarla.

Un día empezó a albergar la idea de cruzar esos abruptos muros y recorrer las calles que otros recorrían a diario. Y así lo propuso a quien consideraba su amo y señor. Éste le comunicó sus dudas al respecto pero también, en un empeño por ser más tolerante, le concedió ese deseo a su amada princesa. No sin antes entregarle un bello tesoro que la protegería de la maldad humana que se escondía más allá de su reino. Y ese regalo no fue otra cosa que un precioso anillo tallado especialmente para ella. La piedra elegida era un topacio de color ámbar.

El intuitivo príncipe presentía que esa deseosa búsqueda de nuevos caminos podía hacer tropezar a su amada con algún que otro aprovechado de la ingenuidad e inocencia de ésta. Pero sabía que expresar ese temor sería vivido con rechazo y así el hombre se mantuvo al margen, dejando que fuera la princesa la que descubriera los engaños que le depararía su nueva andadura. Eso sí, se aseguró que jamás dejara de llevar ese amuleto y así quedó algo más tranquilo.

Cristina, que así se llamaba nuestra protagonista, recogió sus enseres y se despidió efusivamente de su amado príncipe diciéndole:

“No desesperes amado, necesito sentir y dentro de tu reino me estoy ahogando y eso me impide ser feliz. Quizás esté equivocada pero la respuesta la encontraré en el camino más allá de los muros del reino.”

Y sin mirar atrás, cruzó las majestuosas puertas que la separaban del mundo exterior.

Diego, que así se llamaba el esposo, contempló con pena como se escapaba su perla, aquella que tantos años de satisfacción le proporcionaron. Quería correr hacia Cristina para hacerla razonar, quería expresarle todo lo que nunca antes dijo porque siempre había supuesto que sobraban las palabras cuando el amor era evidente. Ese amor que ahogaría a Cristina por no, paradójicamente, sentirse amada.
Supo que no tenía que cruzarse en ese destino que ahora quería mostrarse caprichoso. La batalla estaba de antemano decidida y él no tenía papel en ella.

Cristina se adentró en un mundo lleno de experiencias, historias tumultuosas, unas atractivas y otras no tanto. Aprendió de la gente, se emocionó con las vivencias de otros y sufrió en su propia carne todo lo que no había padecido antaño.
Ese era su destino: sentir el dolor, la frustración, la confusión que los actores que se iban incorporando en su nueva vida padecían. Pero ése no era su rol.

Una mañana despertose angustiada. No se reconocía en el espejo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Semanas, meses quizás años viviendo vidas paralelas que la estaban destruyendo y contempló nuevamente aquel anillo que ahora yacía ingrávido en su cajita. Se preguntó porqué no lo llevaba puesto y recordó que un día lo sacó de su dedo para desafiar el poder de la magia oculta en la piedra tallada.

Así pues en un momento de lucidez entre tanto mar de dudas se decidió a sacarlo de la cajita y colocarlo nuevamente en su dedo.
A partir de ese instante los días se abrieron más claros, y Cristina supo que había llegado el momento de regresar tras su pintoresca aventura.

Recorrió pueblos y caminos, aprendió de algunas personas sabias y sobretodo se reconoció a sí misma en más de una ocasión. Y un día alcanzó aquel lugar que abandonó creyéndose ahogada por sus fortificados muros y comprobó que se hallaba deshabitado, abrupto y solitario.

Su fiel guardián no la había esperado a pesar de todas las promesas, ésas que ahora aparecían vacías de contenido ante los ojos de Cristina.

Se instaló nuevamente en su palacio y mandó derruir aquellos ventanales para poder desde esa altura contemplar aquellos paisajes con mayor claridad. Aprendió a gozar de cada instante y a esperar pacientemente el regreso de quien posiblemente también iría en busca de su propio equilibrio.

Aquel hombre no supo encontrar el camino de regreso y quedó inmerso en un mar de acontecimientos que perturbaron su mente.

Cansada de esperar, Cristina partió en su búsqueda y preguntó al anciano alquimista de barba blanca por el paradero de Diego. El viejo titubeó porque reconoció en esa bella mujer aquella que antaño le pareció tan confundida e indecisa. Ahora, permanecía segura y sabía cuál era su objetivo. Finalmente le indicó una casa alejada al lado del mar, donde al parecer vivía con otra mujer. Le dijo que intuía que Diego se encontraba en peligro y la acompañaría en tal proeza.

Cristina y el sabio mago caminaron noche y día hasta llegar a aquel lugar señalado por el anciano y cuando estaban a poco menos de cien metros, Cristina divisó una silueta que se alejaba mar adentro. Corrió hacia él porque tuvo un extraño presentimiento y como poseída por una extraordinaria fuerza, alcanzó aquel cuerpo ya inerte antes de que se perdiera en la profundidad de las aguas marinas.

Nadó con él a cuestas y lo tendió en la arena al lado de Vigortis, que así se llamaba el anciano, que hizo a Diego sacar el agua que había tragado.

Cuando recuperó la conciencia preguntó si estaba soñando y dijo que si morir servía para poder verla de nuevo ese era su destino. Cristina le besó como nunca antes lo hiciera y le respondió que todavía tenían mucho por compartir juntos de nuevo, en esta vida. Le dijo que lamentaba haberle hecho desgraciado por sus deseos egoístas de sentir sin comprender que también podía haber recorrido ese camino con él.

Unos meses más tarde ella le preguntó porqué se adentró en el mar y Diego le dijo que en un sueño la vio desaparecer dentro del mar y aquella mañana la seguía para salvarla de un trágico final.

*.*.*


La vida avanza inexorablemente como el agua de un río arrastrando al ser humano con la corriente. El hombre con su equilibrio ha de ser capaz de afrontar las circunstancias adversas que le salen al paso. La vida no es más o menos justa, más o menos injusta, mala o buena, podríamos decir que la vida tan solo ES.