
Sara se encontraba sentada en aquellos incómodos bancos de madera incorporados en la Sala de Espera de la Oficina de Trabajo de aquella ciudad.
Una luz frente a su ubicación parpadeaba el turno para ser atendida. Alzó la vista hacia esa intermitente roja y comprobó nuevamente el número asignado. Frunció el ceño, la diferencia entre ambos era mayor de 20, lo que suponía una ligera incomodidad. Hizo mentalmente el recuento del tiempo que le restaba para que una de las personas sentadas tras esas 8 mesas dispuestas para ese fín, gestionara el trámite que la había conducido hoy a ese lugar, y concluyó que le quedarían aún unos 60 u 80 minutos. Y esto, pensó irónicamente, en el mejor de los casos, suponiendo que todas las funcionarias hubieran ya acudido a la cafeteria más cercana a disfrutar de su merecido descanso y desayuno.
Para ellas cada dia era lo mismo: llegar sobre las 8:30, abrir la pantalla del ordenador asignado buscando el programa que le toque ejecutar y teclear el NIF de cada usuario para calcular la prestación correspondiente.
Para nosotros, tenía algo más de atractivo: practicar la paciencia ante tanta "improductividad funcionarial" (no se sientan ofendidos los nombrados), coger un papel y escribir lo primero que se te pase por la cabeza (con tanto colorido de estímulos seguro que la "musa" inspiradora hace de las suyas), leer aquel libro recien adquirido que con el ajetreo diario ha sido todavía imposible de disfrutar y porque no, perderse observando a las personas de tu alrededor.
Sara se decidió por esto último y clavó su atenta mirada en aquella mujer de color que acunaba a su precioso bebé de color azabache y deliciosos rizos negros. Parecía cansada, su rostro así lo reflejaba; ni siquiera su hermoso niño era capaz de despertar luminosidad en su cara. Sara se entristeció al recordar aquella conversación con su marido unos pocos meses antes; ella hubiera querido tener aquel bebé pero Roberto le dijo que no era un buen momento, "hay que pagar demasiadas facturas, cariño, otra boca a alimentar y ahora tú sin trabajo".
Desplazó su mirada unos pocos bancos más atrás y contempló los bostezos unisonantes de sus ocupantes, unas veinteañeras, productos del aburrimiento sentido. Al lado de esas jóvenes una mujer de origen musulmán permanecía prácticamente inmovil con el abrigo negro puesto y un pañuelo naranja protegiendo su cabeza y cuello.
Sara pensó en cuanto sometimiento tenían las mujeres oriundas de esos países y se apenó por ellas. Siguió prestando atención a su alrededor y comprobó que justo el banco delantero estaba ocupado por una pareja de musulmanes, al parecer compañeros de la chica del anaranjado pañuelo, que tonteaban con un movil Nokia, reproduciendo una música bastante disonante.
Miró hacia un reloj que se encontraba colgado a su izquierda comprobando que había pasado ya una hora desde que se sentara en esos incómodos bancos y apenas habían transcurrido la mitad de los números que distaban del suyo. Suspiró y pensó que procuraría no volver a encontrarse en situación de desempleo, sonriendo en sus adentros por ese pensamiento: ¡Ni que ella lo hubiera decidido!
De repente aconteció un imprevisto que puso el punto divertido a la patética situación que estaba imperando en esa oficina de trabajo. Un fotógrafo del controvertido diario local "Revolución" apareció con el pretexto de querer sacar fotos de aquel lugar, cuando la realidad de sus pretensiones se encontraba en querer mostrar a los lectores la inoperancia de la susodicha oficina acompañando con esas fotos su escrito protesta.
Las funcionarias, más nerviosas de lo habitual, empezaron a ponerse las pilas, y ,en menos de media hora, nos liquidaron a todos agilizando nuestros trámites.
¿Sería el temor a una mala prensa? o ¿Había llegado ya la hora de cerrar? divagaría Sara concluyendo que la segunda opción era probablemente la más acertada porque aquellas funcionarias veneraban un único lema:
"Poco trabajo en menos tiempo"