domingo, 6 de junio de 2010

La huida (primera parte)




Algo en el interior de Elena le sugería una huida precipitada, quizás aquella tenue silueta que se vislumbraba a través del abrupto bosque de arbustos que rodeaba su casa, era la razón de esa sensación o, tal vez, el apretón de manos que recibió de Irene, una vez apagó las luces del sótano para no ser delatadas.
En esta ocasión, Elena decidió hacerle caso a su intuición y tomando aquellos nuevos objetos descubiertos y descifrados por esa niña prodigio con la que había compartido hogar los últimos 4 años, corrió junto a ella deslizándose ambas por el pasadizo hábilmente construido por su fallecido padre. El camino por el mismo no era fácil pero sabía que elegir esa salida les haría ganar tiempo, un tiempo necesario para su supervivencia.

Nunca antes Elena había usado ese pasadizo, así pues desconocía tanto su recorrido como los obstáculos que pudiera haber ocasionado el paso del tiempo, lo que le generaba cierta angustia. Su padre había dedicado muchos años de su vida a su construcción. Pasaba horas y horas encerrado en el sótano, diseñando y calculando, siempre atento a que la mafia conspiradora no le encontrara desprevenido, anticipando sus pasos a los conspiradores, a la élite gubernamental.
Mientras tanto, Elena pensaba que su padre había enloquecido y lo único que quería era alejarse más y más de él.
Su padre tuvo que morir para que Elena empezara a creerse sus paranoias. Varios indicios sospechosos en el accidente ocurrido la hicieron activar esa alerta que sólo se disparaba cuando algo no iba bien.
Ahora era ella la desconfiada, la que vivía alejada de todos, la que luchaba, como antaño su padre hiciera, para revelar al mundo el plan corrupto de aquellos que estaban en el poder, de aquellos que se alimentaban de nuestras emociones descontroladas, nuestras crisis, nuestros suspiros, nuestra maldad y así, quitarnos nuestro poder real, aquel que como seres de luz nos correspondía pero que olvidamos tenerlo.
Esa lucha la alejaría de Julián en un pasado no muy lejano. Ahora, que él había abierto los ojos a la realidad, probablemente, esa misma revolución nuevamente los acercaría…

Irene tiró con fuerza de Elena que parecía conducirse con prudencia al adentrarse en el pasadizo. No temas, le dijo, todo saldrá bien.
Unos metros más adelante encontraron una mochila repleta de víveres que al parecer dejaría en previsión el padre de Elena. La mochila contenía botellas de agua, barritas energéticas, linternas, algunas prendas de abrigo y una brújula. Ambas chicas se colocaron una linterna en la frente para proseguir el camino y dejaron el resto de los ítems nuevamente en el interior de la mochila, que Elena colocó en su espalda.
Llegó un momento que esa cueva parecía demasiado bien construida para que lo hubiera hecho un hombre solo. Francamente, ni tan siquiera un ser humano. Conforme se adentraban más y más en ella, más frío sentían pero a la misma vez una sensación confortable se adueñaba de ellas.
En un cruce de caminos, Irene le indicó el sendero de la derecha a pesar de parecer más siniestro y estrecho. Elena siempre le hacía caso, porque a pesar de su corta edad, Irene era un ser especial y tenia esa desarrollada intuición que la hacían tan mágicamente sabia.


Ese sendero las adentró en una cavidad que al ser iluminada por sus linternas reflejó toda una serie de símbolos en sus paredes.
Era curioso pero esa simbología le era familiar. Tomó aquella agenda negra que Julián le enviara y contempló las similitudes de aquellos escritos con los de la pared.
Irene le acercó las extravagantes gafas con doble juego de vidrios y por el colorido de las paredes supo que la combinación tenía que ser azul-naranja. Así fue como Elena descubrió el primero de los enigmas de aquella cueva.
Decidieron que aquel era un mágico lugar para descansar y así lo hicieron ambas mujeres. Lo que ambas soñaron o vivieron en ese recinto les abrió más su mente para el recuerdo…