Los seres humanos tenemos debilidad en “engancharnos” a cualquier cosa sentida como placentera. Así, fumamos, bebemos, comemos, hacemos el amor por nombrar las más experimentadas multitudinariamente. Me diréis que muchas de las consideradas adicciones son “puras necesidades fisiológicas” y estaré de acuerdo con ello, pero también, inclusive en esas necesidades, podemos encontrar algo de adicción. En todas las adicciones se pueden establecer mecanismos comunes, los sustratos neuroquímicos que se comparten. La gente se muestra adicta al éxito, al juego, al trabajo, al poder, al ejercicio físico y ni siquiera saben la magnitud de su enganche. Cuando mostramos una conducta adictiva mantenemos una preocupación intensiva y continua en ella, la repetimos con frecuencia a pesar de que a veces las consecuencias que la acompañan no son todo lo agradables que desearíamos y nos sentimos proclives al magnetismo ejercido por ella a pesar de los repetidos intentos por evitarla.
Desde que nacemos hasta que morimos pasamos nuestra vida dependiendo de unos o de otros, para que nos instruyan, alimenten o simplemente acompañen porque en definitiva, este ser que tanto promulgamos: “es independiente”, goza poco de ese derecho.
Parecemos volcados en una eterna inquietud que nos conduce a equilibrarnos mediante esos placeres que autoimponemos en nuestro inmediato entorno.
De pequeños nos volvemos adictos a “mamá” que con sus caricias y cuidado nos proporciona continuo bienestar, a su pecho, que nos alimenta confortablemente y a la seguridad familiar que nos proporciona un eterno “dejarnos ir”. Nos enseñan el camino de la autonomía para que el día de mañana nos hagamos “mayores” pero en realidad nunca somos del todo independientes porque uno u otro, o ellos o nosotros nos mantenemos aferrados al vínculo.
Los adultos que nos enseñan y por tanto representan muestras de lo que se puede hacer, nos vinculan continuamente con el comportamiento adictivo. Ellos fuman, toman alcohol, intercambian sexo con sus parejas o con otras, se suicidan por amor o se deprimen por haber dado a luz. Ellos, nuestros modelos de enseñanza y rigor son los primeros en volverse adictos, ¡qué paradoja!
El ser humano, continuamente infeliz, se muestra adicto a los sentimientos negativos que paralizan y reprimen: egoísmo, envidia, odio, rencor.
La insatisfacción le hace buscar alternativas a la conciencia real y por ello se droga, se atiborra de fármacos o se excede en el consumo de alcohol. No se permite sentir con sus propios sentidos, ni experimentar con sus propias sensaciones porque no ha podido aprender a hacerlo en un mundo compuesto por seres independientes que muestran frecuentemente conductas opuestas a nuestro rasgo principal, la independencia.
Me adentré en el mundo de la droga cuando decidí hacer prácticas en la Unidad de Desintoxicación Hospitalaria (U.D.H.) de un conocido hospital de nuestra catalana ciudad. Durante 2 años visité a diario a aquellos jóvenes que no habían sabido encontrar otras alternativas de vida a su poco saludable entorno. Para ellos la droga era parte de su mundo, una manera de escapar de la humillación, la pobreza o el desespero; una forma de lidiar con el entorno al igual que el bulímico o anoréxico. Así habían penetrado en las redes de una de las mayores adicciones de nuestro tiempo, las toxicomanías.
El primer contacto con las drogas suele ser en la adolescencia, etapa revolucionaria en donde se entremezclan con fuerza nuestras primeras crisis de identidad. Hemos dejado atrás la infancia y queremos absorber rápidamente todo lo que pertenezca al mundo adulto; y como ellos, nuestros mentores, están hechos unos completos adictos, la atracción hacia el mundo oculto de las drogas nos seduce con más fuerza. Es una manera de demostrar al mundo nuestra rebeldía y de convertirnos por fin en adultos, ¡qué inocentes e ignorantes!
Simplemente lo que hacemos es jugar con la muerte.
Desde que nacemos hasta que morimos pasamos nuestra vida dependiendo de unos o de otros, para que nos instruyan, alimenten o simplemente acompañen porque en definitiva, este ser que tanto promulgamos: “es independiente”, goza poco de ese derecho.
Parecemos volcados en una eterna inquietud que nos conduce a equilibrarnos mediante esos placeres que autoimponemos en nuestro inmediato entorno.
De pequeños nos volvemos adictos a “mamá” que con sus caricias y cuidado nos proporciona continuo bienestar, a su pecho, que nos alimenta confortablemente y a la seguridad familiar que nos proporciona un eterno “dejarnos ir”. Nos enseñan el camino de la autonomía para que el día de mañana nos hagamos “mayores” pero en realidad nunca somos del todo independientes porque uno u otro, o ellos o nosotros nos mantenemos aferrados al vínculo.
Los adultos que nos enseñan y por tanto representan muestras de lo que se puede hacer, nos vinculan continuamente con el comportamiento adictivo. Ellos fuman, toman alcohol, intercambian sexo con sus parejas o con otras, se suicidan por amor o se deprimen por haber dado a luz. Ellos, nuestros modelos de enseñanza y rigor son los primeros en volverse adictos, ¡qué paradoja!
El ser humano, continuamente infeliz, se muestra adicto a los sentimientos negativos que paralizan y reprimen: egoísmo, envidia, odio, rencor.
La insatisfacción le hace buscar alternativas a la conciencia real y por ello se droga, se atiborra de fármacos o se excede en el consumo de alcohol. No se permite sentir con sus propios sentidos, ni experimentar con sus propias sensaciones porque no ha podido aprender a hacerlo en un mundo compuesto por seres independientes que muestran frecuentemente conductas opuestas a nuestro rasgo principal, la independencia.
Me adentré en el mundo de la droga cuando decidí hacer prácticas en la Unidad de Desintoxicación Hospitalaria (U.D.H.) de un conocido hospital de nuestra catalana ciudad. Durante 2 años visité a diario a aquellos jóvenes que no habían sabido encontrar otras alternativas de vida a su poco saludable entorno. Para ellos la droga era parte de su mundo, una manera de escapar de la humillación, la pobreza o el desespero; una forma de lidiar con el entorno al igual que el bulímico o anoréxico. Así habían penetrado en las redes de una de las mayores adicciones de nuestro tiempo, las toxicomanías.
El primer contacto con las drogas suele ser en la adolescencia, etapa revolucionaria en donde se entremezclan con fuerza nuestras primeras crisis de identidad. Hemos dejado atrás la infancia y queremos absorber rápidamente todo lo que pertenezca al mundo adulto; y como ellos, nuestros mentores, están hechos unos completos adictos, la atracción hacia el mundo oculto de las drogas nos seduce con más fuerza. Es una manera de demostrar al mundo nuestra rebeldía y de convertirnos por fin en adultos, ¡qué inocentes e ignorantes!
Simplemente lo que hacemos es jugar con la muerte.
2 comentarios:
Dependencia y autodestruccion, en este contexto, para mi son sinónimos.
Me has puesto los pelos de punta pantera.
Besos!
Es triste. Yo tampoco puedo entender cierto tipo de adicciones. Porque no es lo mismo ser adicto a la vida o al cariño, que es una necesidad que tiene todo el mundo siendo sano mentalmente, que ser adicto a la heroína.
Yo creo que quien cae en ese tipo de cosas, debe ser por algo genético que le empuja a probar ese tipo de mierdas, porque saben que son porquerías; para sentirse falsamente mejor.
Como te digo al principio. Una pena.
Un abrazo nada adictivo :)
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